Por Ernesto Villanueva / Revista Proceso
Hoy en día el país asiste a una democracia de baja intensidad. La participación comunitaria, la recepción crítica de los mensajes, las iniciativas ciudadanas y la toma informada de decisiones públicas constituyen más la excepción que la regla. Este fenómeno, especialmente cierto cuando de medios electrónicos de comunicación se trata, constituye un obstáculo para contagiar las prácticas democráticas. Las reglas jurídicas y políticas del juego vigentes han causado una profunda división social. Unos cuantos deciden qué puede ver y oír la inmensa mayoría de la población. Peor aún, esa iniquidad en la distribución del espacio mediático es responsable, en buena medida, de que se reproduzcan las debilidades orgánicas del tejido social de los mexicanos. La apatía, la resignación y la desorganización de grandes franjas sociales hacen inviable el ejercicio de la democracia y, por el contrario, permiten que la corrupción y la impunidad sean rasgos endémicos de la vida pública del país. En los medios electrónicos, el modelo vigente descansa en explotar y reproducir las miserias del morbo, la violencia y la banalidad. Todo ello genera un círculo vicioso: no hay buenos contenidos programáticos porque nadie los pide, y nadie los pide porque no existen en la oferta comercial. Hay, por supuesto, algunas excepciones a la regla, como el canal 22 y Radio Educación, que se han abstraído razonablemente del hilo conductor de los medios que aspiran a prestar un servicio público y no lo hacen. Casi todos los medios electrónicos que viven con cargo al erario están envueltos en un dilema existencial: en algunos casos buscan parecerse a los medios comerciales porque no tienen idea de lo que es un medio público, y en otros, de plano, se muestran satisfechos de ser vehículos de la propaganda del gobierno, como Telemax en Sonora y Radiotelevisión de Veracruz, por citar los casos más obvios. En este contexto, la transición digital representa una luz al final del túnel. Desde la perspectiva técnica, la digitalización trae consigo democratización. En efecto, el principio teórico del acceso ciudadano a los medios y a mejores contenidos que puedan hacer de lo importante algo interesante podría convertirse en una premisa verificable. La sustancial reducción en el ancho de banda para transmitir contenidos de radio y televisión representa la posibilidad de enriquecer la oferta programática, diversificar contenidos y generar mecanismos para tener no sólo medios de información, sino de comunicación que alienten la participación
social. Se puede así dar cabida a medios comunitarios, transformar los medios gubernamentales en públicos y abrir espacios a nuevas expresiones comerciales que coadyuven a la competencia y la pluralidad. Con todo, esas bondades de la digitalización tienen frente a sí varios enemigos en casa. De entrada, no es menor el reto de hacer frente a un cambio o adaptación de los televisores de la sociedad mexicana para acceder a contenidos digitales. Además, es menester que exista voluntad política de permitir la entrada de nuevos actores plurales a este mercado. Tampoco puede dejarse de lado el hecho de que la digitalización requiere de un marco jurídico nuevo que permita aprovechar sus ventajas potenciales. La digitalización sin reforma legal no es ninguna solución. ¿Cómo lograr que el interés público sea norma de conducta legislativa cuando nunca lo ha sido en este tema? Es necesario conseguir que los legisladores asuman como propias las causas de la sociedad. No es nada fácil. Pero tampoco imposible. La llegada del panista Javier Corral y del perredista Carlos Reyes Gámiz a la Cámara de Diputados supone contar con aliados a favor de la reforma democrática de las leyes que siguen pendientes de vieja data, a las que habría que agregar la orgánica del artículo 6º constitucional que regule el derecho de réplica y la derivada del artículo 134 de la Constitución para normar la publicidad estatal y evitar la autopromoción de los servidores públicos.
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