Por Leonardo Curzio
El Universal / 23 de marzo de 2009
La tragedia de este país es que vive atrapado en el campo gravitatorio de la cultura Televisa y el priísmo. Una inercia interpretativa nos ha llevado a pensar que la competencia promueve por sí sola una suerte de superación permanente de quienes compiten.
La competencia se ha ganado una confianza enorme en la ideología de nuestro siglo, de manera que asumimos como un hecho indiscutible que si tenemos competencia en cualquiera de los sistemas social, económico, político o cultural, tendremos mejores comportamientos y productos de mayor calidad.
No pretendo, por supuesto, ir contra la corriente, ni tampoco negar que la competencia política y económica es fundamental para oxigenar la vida en una sociedad contemporánea. Lo que no puedo es negarme a constatar que la competencia a secas, sin un canon que promueva la superación moral puede ser ocupada por un antimodelo que en lugar de ayudar a mejorar tienda a envilecer los comportamientos y empeorar la calidad de los productos.
Por ejemplo, la competencia entre televisoras no ha tendido a mejorar la calidad de la programación, antes al contrario. La entrada de nuevos canales fomenta el que los programadores busquen los mayores niveles de audiencia y en consecuencia caigan en fórmulas archiprobadas para tener así a la lealtad de los grupos sociales que sostienen el rating.
La competencia no ha mejorado la calidad de la programación, en todo caso la adapta con mayor eficacia al modelo cultural dominante. Tampoco parece que en el sistema político la competencia introduzca una tendencia a la superación de formas arcaicas y profundamente censurables de hacer política. Los valores de la eficacia y la honradez se abandonan en aras del dios de la competencia. Al competir los actores se van dando licencias cada vez mayores en su ética pública y así los vemos, con un pragmatismo digno de mejor causa, aliarse con grupos con los que daría pavor ir a merendar una tarde de domingo.
En aras de la competencia, por ejemplo, Felipe Calderón puede seguir cogobernando con el Panal o cediendo a presiones intolerables de gobernadores depravados. Su consuelo será que le ganó a otro personaje, López Obrador, que repite su palabrería victimista y plúmbea jaleado por políticos forjados en la nómina del salinismo. A efectos prácticos, cuando los dos protagonistas de la disputa por la nación en 2006 claudican, como lo han hecho ellos, ante valores que cualquier demócrata considera fundamentales, se parecen tanto al viejo partido (hay que ver sus precampañas) que la competencia se ha igualado por lo bajo.
La más reciente encuesta de GEA demuestra que en términos de honradez, como elemento distintivo de una fuerza política, la opinión pública no hace ya demasiadas distinciones entre las tres principales. El partido que vertebraba el sistema autoritario se ha convertido en el modelo para hacer política en México. En otras palabras, la competencia no ha mejorado los comportamientos de los partidos que desmontaron el viejo sistema. Alguna vez escuché a Lorenzo Meyer explicar su teoría del convoy y, palabras más o menos, decía que cuando los cargamentos de plata salían de América (en convoy) hacia la metrópoli, los barcos más rápidos no marcaban el paso, antes bien se veían obligados a ir al ritmo de los más lentos. Algo así sucede con estos dos casos.
La cultura Televisa se ha convertido en el modelo a imitar por buena parte de la competencia e incluso por otros medios y la cultura priísta de la simulación, la utilización de recursos públicos para propósitos electorales, son las reglas de comportamiento de nuestra clase política.
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