-Rogelio Garza –
¿Qué mérito tiene ir de cacería al zoológico? El mismo que bajar un disco de internet y cargarlo en el iPod. Si ya de por sí la cacería deportiva carece de sentido, dispararle al animal enjaulado es infinitamente más fácil, más rápido, más práctico y más barato que salir a buscarlo. Un teclazo de download evita ese esfuerzo y de paso borra el fascinante viaje de conseguir un disco de vinil o un compacto.
Hace poco estaba en una reunión aburridísima de la que no podía desafanarme porque era de unos clientes. Por casualidad traía en la mochila Eliminator de ZZ Top en cd y se me ocurrió sacarlo, pero justo cuando lo iba a poner un cliente sacó su iPod y dijo: “Mejor ponemos éste, ¿qué quieren escuchar: rock, samba, jazz, salsa, ranchera, cumbia, bolero, grupera, quebradita, banda, pasito duranguense, tambora, hip hop, regguetón?” Impensable mandar a chingar a su madre al cliente, ¿verdad? Tras la andanada de peticiones brotó un torrente de música insufrible con la que cundió el baile entre el 99 por ciento de los asistentes elevados al grado 96 de las botellas. Para bien y para mal, la música es movimiento.
En esa confusión desaparecí, como suelo hacerlo, y me fui creyendo que en este mundo de lo instantáneo, donde los niños nacen con el control remoto en la mano, crecen con un celular multifuncional y lo normal es traer en el iPod 15 mil canciones de todos los géneros y estilos, el cazadiscos y sus rituales es una especie en extinción. La tecnología impresiona, este invento y sus similares me parecen fantásticos por sus cualidades, su dominio está cambiando los hábitos y la forma de escuchar la música, como lo hizo MTV al condicionar los sonidos a las imágenes. Suena curioso que la moda sea usar el iPod en modo shuffle, el mismo criterio con que las emisoras de radio y televisión ahora programan la música, esta especie de eclecticismo en el que cabe todo. Fast music, que se consume como en estos sitios de comida rápida donde se ofrecen sabores chino, japonés, mexicano, italiano, americano, cubano, argentino, ranchero, marinero, ligero y vegetariano, todo en platitos y cajitas desechables. Un ejemplo de globalización y tolerancia.
Sin embargo, no siento esa obsesión tan común por tener el último modelo del gadget que sea ni esa fascinación al verlo encendido. Aún no tengo la dichosa cajita, he podido sobrevivir sin una con todo y las advertencias de que voy a enloquecer cuando la tenga. No lo dudo, pero tampoco la necesito. El que uso es el pequeño shuffle para dar el rol en la bicicleta, cien por ciento más práctico y ecológico que el walkman que solía usar. Antes, en un rol de ocho horas podía chutarme hasta tres pares de pilas alkalinas, además tenía que llevar cassettes y cambiarlos a cada rato. Tiraba cuatro o cinco aparatos al año, morían por las caídas, la lluvia, la tierra y el ajetreo. Parece anuncio, pero hoy ya no desecho pilas ni walkmans, sólo llevo esta pequeña cosa en su estuche protector con quince horas de música continua, cada semana le recargo algunos discos, y en dos años no ha dado ningún problema.
Pero conseguir un disco y escucharlo es distinto. Sin duda internet y estas pequeñas cajitas mágicas del llamado “entretenimiento personal” son revolucionarias y conllevan sus respectivos efectos laterales, entre otros, contribuyen a la desaparición de una práctica de la cultura musical: la de salir al mundo a cazar discos y coleccionarlos.
En México era difícil conseguir buenos discos hasta finales de los ochenta, cuando obtener la música no era una cuestión de archivos ni capacidad de almacenamiento, sino un ritual que se mantiene hasta nuestros días como una actividad reservada para los elegidos. El cazador de discos va por la vida en una constante búsqueda que lo lleva del Tianguis del Chopo hasta el mercado de las pulgas en Zurich y del Tower Records en la Zona Rosa hasta Revolver del barrio gótico en Barcelona. Se interna en el universo de la música repleto de mundos, comunidades y tribus de las más diversas tendencias, géneros y estilos.
Esa larga ruta que ha de recorrer en busca del preciado disco enriquece su conocimiento y le otorga un valor superior a la obra. El cazadiscos se orienta por las sugerencias y comentarios de otros cazadores, encuentra pistas en los libros, las revistas y los blogs, se deja llevar por su intuición, a cada paso musical va preguntando por su presa, husmea por aquí y por allá, la rastrea bajo el asfalto, intercambia discos y consigue rarezas, hurga con paciencia de arqueólogo en cajones de segunda y en anaqueles de lujo. Obtener un disco por estas vías puede tomar años de investigación, de búsqueda, de conversaciones con otros habitantes del universo, conocimiento de otros discos, otras músicas y otros mundos.
Y de pronto allí está, el día menos esperado aparece frente a sus ojos. Cuando el cazador encuentra su disco hace lo necesario por atraparlo, no puede dejarlo ir aunque esto signifique sacrificar otras cosas. Debe tenerlo cueste lo que cueste. Prefiere alimentarse de música antes que morder un taco o una torta. Cualquiera que sea su precio, si tiene el dinero suficiente en el bolsillo en ese preciso instante dispara, aunque la lana sea para otra cosa. Regresa a casa orgulloso, no puede esperar para ponerlo. El gran momento llega al meterlo y oprimir play: ríos de electricidad corren por el cuerpo con las primeras notas, una sensación que internet y el iPod no dan por nada de este mundo. El cazadiscos escucha la gloria sónica con todo ese bagaje que adquirió en el camino y sabe que nadie percibe la música como él. Suena grandioso. Alza su copa, prende su pipa. Hace suya esa música, lo que él oye es único porque llegó al disco por un camino propio.
(artículo obtenido de La mosca en la pared año 14 núm. 117)
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