4 de octubre – Reforma

Germán Martínez Cázares

La libertad de expresión peligra. Por las ventanas del IFE y del Tribunal Electoral asoman silencios absolutistas, tapabocas a la palabra, censuras.

El mundo del pensamiento recuerda este año a Albert Camus, en el 50 aniversario de su muerte. El Premio Nobel de Literatura plantó cara a los totalitarismos del siglo XX. Cultivó la duda y abrazó la libertad. Alentó la rebeldía frente a las certezas morales y, antes de construir dogmas, animó una ética de los comportamientos.

Camus era un “africano afrancesado” como nuestros “mexicanos norteamericanizados”, y comprendió -en época de modas fascistas- el valor de la diferencia social, el patrimonio de la pluralidad, y a la libertad como pieza fundadora de la democracia y el orden.

En plena borrachera comunista, Camus no sucumbió al canto de las sirenas de los extremismos justicieros, como Jean-Paul Sartre. Trató de unir justicia, orden y libertad. “Si el hombre fracasa al querer conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”, advirtió.

Al parafrasear a Camus, podemos decir que si los mexicanos fracasamos en conciliar orden electoral y libertad de expresión, nuestra democracia naufragará en un mar de reglas, sentencias, amonestaciones, multas y regaños.

Los mexicanos hemos construido una democracia de normas “absurdas” (concepto camusiano por excelencia). Desde el poder electoral algunos criterios y actuaciones mutilan la voz pública, cercenan la discusión y, por ello, debilitan la democracia.

La verdad política está alarmantemente “prejuzgada” por la autoridad electoral. Masticar previamente un anuncio de televisión en la mesa del IFE o en la sala de un juzgado, para una supuesta mejor digestión ciudadana de la contienda pública, no sólo exhibe un paternalismo electoral es, además, fuente de políticos mudos y de ciudadanos acríticos.

Es cierto que la ley electoral empezó esta absurdidad (el monstruo se ha vuelto contra sus progenitores), pero los criterios todavía más restrictivos de IFE y Tribunal van a cimentar una sociedad de adolescentes cívicos, van a ampliar la ya de por sí enorme brecha entre ciudadanos y políticos y, finalmente, pueden provocar un monumental abstencionismo en la contienda federal venidera.

Tiene razón López Obrador (la más reciente víctima de la mordaza electoral). Esas decisiones violan garantías individuales. Ahora, contra todo lo que argumentó en la campaña del 2006 -cuando pasaron a cuchillo los anuncios del PAN-, acudirá hasta la Corte Interamericana de Derecho Humanos, buscando proteger la libertad de expresión.

El réquiem a la libertad de opinión entonado por nuestros funcionarios electorales, lo mismo revisa el número de entrevistas de radio a un precandidato a alcalde, que el contexto de una opinión política. Indebidamente mide la frecuencia e impacto de un programa, o incluso, la utilidad de una cadena nacional de televisión donde aparece el presidente de la República.

Tribunal e IFE juzgan contenidos de batalla política, como la Inquisición juzgaba la apropiada impresión de ciertos libros. No. La centralidad del debate político no debe ser del juez electoral, sino del ciudadano plenamente informado.

Ante lo absurdo, Camus propuso la rebeldía. PAN y PRD deben encontrar la llave y abrir ese debate. Eso es más importarte que su coalición electoral mexiquense. El PRI sabe a Peña Nieto enclenque. No resiste el primer round de debate libre. Tiene opiniones, no ideas. Sus compromisos con el pasado nublan su falso rostro de futuro. Sus resultados de gobierno son oropel de mercadotecnia. Tiembla y duda sin apuntador ni maquillaje. La propuesta es tan duradera como un anuncio de televisión. Es efímero como una sonrisa y capaz de abrazar a Martín Esparza. Está dispuesto a bajar impuestos por un aplauso partidista. Teme a las alianzas, es fantasía. Pero para descubrirlo se necesita libertad de expresión plena. Esa libertad lo hiere, lo exhibe, porque, con Camus, “la libertad es el derecho a no mentir”.