Por Luis Miguel González / Grupo Multimedios
Las medidas de protección contra la influenza marcan el principio de una nueva era. La actividad económica “normal” podrá ser interrumpida cuando las autoridades consideren que la continuación de la normalidad entraña un riesgo severo para cosas que no entran en la contabilidad económica.
“El valor a proteger es la vida humana”, dijo Marcelo Ebrard para responder a los empresarios que le reclamaban por pérdidas diarias cifradas en cientos de millones de pesos.
El secretario del Trabajo no contó con una frase tan eficaz, pero estaba en la misma frecuencia cuando ordenó la suspensión de actividades no indispensables.
Las pérdidas millonarias pasaron a segundo plano. La lógica de la Salud se impuso sobre consideraciones económicas. Yo nací en los sesentas y no lo había visto. Apuesto a que volverá a suceder. Hemos vivido al límite y no podremos seguir haciéndolo.
No más business as usual. Vendrán disposiciones similares. La causa será otro virus, una emergencia ecológica o de seguridad pública. Hemos entrado a la dimensión desconocida, pero contamos con algunas pistas para saber lo que nos espera.
La globalización impone obligaciones crecientes hacia el resto del mundo. Si un asunto sanitario, ecológico o de seguridad no nos parece muy grave a los mexicanos, pero una organización internacional tiene otro criterio más severo, deberemos actuar y suspender nuestra normalidad.
Es terrible y esperanzador al mismo tiempo. Es terrible porque las medidas de cierre obligado cuestan millones y provocan la pérdida de empleos. Hay esperanza porque estamos obligados a encontrar otro equilibrio en el que la vida humana cuente más.
El premio Nobel Gary Becker calculó el valor de la vida de un estadunidense en 7 millones de dólares. ¿Cuánto vale la vida de un mexicano?
Lo suficiente para interrumpir la normalidad. Podemos criticar la forma en que se implementaron las medidas, pero no el objetivo: la vida humana es el valor a preservar. Estamos en el comienzo del resto de nuestras vidas.
Con esta columna me despido. Cierro un ciclo que me llena de satisfacción y gratitud. Quiero reconocer mi deuda con Carlos Marín, Ciro Gómez Leyva y Diego Petersen. Agradecer a mis editores María Isabel Melchor, Hugo González y Mónica Corvera. A mis lectores, en especial a los que me escribieron. Hasta pronto.
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